Érase una vez una pastora. No era increíblemente bella, pero
era guapa, y tampoco era muy sabia, pero era lista a su manera. La pastora
vivía feliz cuidando de sus ovejas, en un pequeño pueblo en las montañas al
borde de un reino. Poco sabía la pastorcilla de los problemas que había en el
reino, pues el príncipe heredero al trono había caído enfermo. Su enfermedad
era desconocida, y no parecía que nada pudiera curarle. Así que el rey mandó un
bando para que acudieran a palacio todos aquellos que tuvieran conocimientos,
fueran mágicos o mundanos, que permitieran sanar a su hijo.
El mensaje llegó al pueblo de la pastorcilla, y ella, que
sabía que el príncipe era buena persona, sintió lástima por él. En las montañas
había hierbas curativas que no se encontraban en ningún otro lado, y tal vez
sirvieran para curar al príncipe. Así que la pastorcilla llenó su zurrón con
las hierbas medicinales que pudo coger, y salió del pueblo decidida a ir a la
capital.
Pero la pastorcita nunca antes había salido de su pueblo, por
lo que apenas puso los dos pies fuera del mismo, se perdió de forma
irremediable. Durante días y días vagó por los bosques hasta que al final se
quedó sin comida. Hambrienta como estaba, vio en el suelo unas bellotas doradas
y, sin pensárselo dos veces, cogió varias de ellas y se comió una. Pero apenas
hizo esto, todo comenzó a cambiar a su alrededor, haciéndose más y más grande.
Pronto se dio cuenta de que no eran las cosas las que habían aumentado de
tamaño, sino que ella había empequeñecido, haciéndose diminuta. La pastorcilla
no sabía que hacer, puesto que ahora era tan pequeña que difícilmente podría
avanzar más que cuando era grande. Sin embargo, se dio cuenta de que muy cerca
había una madriguera, y de la misma estaba saliendo un conejito[1], que
tenía el tamaño justo para que ella lo montara. Así que la pastorcilla corrió,
saltó, y se montó mal que bien en el conejo que, notando a la extraña criatura
montada en su espalda, intentó escapar.
La pastorcilla se agarró como mejor pudo al conejo, que salió
corriendo a una velocidad increíble. El conejito corrió y corrió, recorriendo
en meras horas lo que a la pastorcilla le habría llevado días. Corrió hasta que
se encontró de frente con un mojón que señalizaba el Camino Real, momento en el
cual frenó de forma súbita, de tal manera que la pastorcilla salió volando y se
estampó en el centro del camino. Sin embargo, desde allí podía verse ya la
capital, y la pastorcilla siguió el camino hasta llegar al castillo del rey.
Cuando llegó al castillo, había dos guardias frente a la
entrada, pero como la pastorcilla era tan pequeñota ahora, se coló entre las
piernas de los guardias y se adentró en el castillo. Pero como nunca había
estado en un castillo, la pobre pastorcilla se perdió una vez más. Con su
diminuto tamaño recorrió los pasillos hasta que encontró una puerta abierta, y
tras ella un hombre con aspecto sabio. La pastorcilla consiguió llamar su
atención, y le explicó todo lo que le había sucedido. El hombre, que era
consejero del rey y además un mago poderoso, devolvió a la pastorcilla a su
tamaño original y tomó el zurrón de hierbas medicinales.
El consejero preparó pócima tras pócima, dándoselas a beber
al príncipe, pero ninguna de ellas causó efecto, porque el príncipe no estaba
realmente enfermo, sino que era víctima de un maleficio causado por su
madrastra, que era una malvada bruja proveniente del reino vecino, que era
enemigo del reino de la pastorcilla, para que heredara el tío del príncipe, que
era aliado del reino vecino[2]. El
consejero no sabía nada de esto, pero se dio cuenta de que se trataba de un
hechizo, pues las hierbas que había traído la pastorcilla eran una panacea,
capaces de curar cualquier mal. Así, el consejero se dirigió al rey para
contarle sus sospechas sobre la causa del mal del príncipe.
La pastorcita, que tenía un oído muy, muy fino, escuchó la
conversación y dijo al rey:
-No os preocupéis, Majestad. Encontraré al hechicero
causante del maleficio y solucionaré el problema.
Y, antes de que nadie pudiera decirle nada, se marchó y salió
de palacio[3].
Así, la pastorcilla se dirigió al reino vecino. Pero como
todavía no se orientaba bien, se dirigió a otro reino vecino completamente
distinto[4].
Cuando llego allí, se quedó sorprendida al ver que no había personas, ni más
animales que de un tipo: ovejas. Es más, y aquello era lo más extraño, las
ovejas eran de tamaños distintos, algunos de ellos imposibles, porque había
ovejas del tamaño de gatos, de perros o de pájaros, e incluso estas últimas
estaban encaramadas a los árboles. La pastorcita siguió andando hasta que llegó
a la capital del reino, llena de ovejas vestidas como personas, y entró al
castillo. Allí, en la sala del trono, la pastorcilla se encontró con el único
ser humano de todo el reino, el rey, que permanecía sentado en el trono,
deprimido. Pero como era un tanto pervertidillo y mujeriego, el rey se animó
ante la visión de una chica joven y moderadamente guapa como era la
pastorcilla.
El rey le explicó que un terrible maleficio había caído
sobre su reino. Extrañas nubes habían cubierto el cielo, y la lluvia que caía
de ellas había convertido a todos los que tocaba en ovejas. Todos aquellos que
habían acudido en ayuda de los ya transformados, o los que se mantuvieron en
sus casa, todos fueron transformados porque bastaba con una sola gota para que
el hechizo surtiera efecto. Solo el rey se había salvado de aquel terrible
destino. La pastorcilla concluyó que el horrible maleficio tenía con toda
probabilidad el mismo origen que los males del príncipe de su reino, y le habló
al rey de su viaje.
-Yo encontraré a quien ha causado esto.
El rey se mostró muy agradecido de que la pastora quisiera
ayudarle, y le pidió que le acompañara a la sala del tesoro. Allí, el rey le
entregó tres objetos mágicos: una botella vacía en la que, si se vertía una
pócima, esta no se acabaría hasta que así lo deseara el portador; un amuleto
que le daba a aquel que lo llevara fuerza y resistencia sobrehumanas; y una
daga que se calentaba ante cualquier amenaza, advirtiendo a su portador del
peligro. La pastorcilla le agradeció la ayuda al rey y, con estos objetos a
buen recaudo, prosiguió su viaje.
Pero, como el lector podrá ya imaginarse, la pastorcilla se
volvió a perder. Anduvo y anduvo y anduvo, completamente perdida, hasta que de
pronto se encontró con una extraña cueva. La pastorcita se adentró en ella,
descubriendo que la cueva seguía y seguía, internándose cada vez más. Tras
mucho andar, ayudándose a veces del amuleto para abrirse camino, alcanzó a ver
una luz y, de pronto, se encontró con que había cruzado la frontera y se
encontraba en el reino al que había querido ir en un principio. Pero por su
puesto se encontraba en medio de un bosque, por lo que seguía igual de perdida
que antes.
La pastorcita siguió andando hasta que llegó a un claro, y
al llegar allí se quedó paralizada, pues acababa de toparse con un gigante, que
estaba durmiendo allí. Pero no era el terror lo que la paralizaba, sino la cara
del gigante, que le resultaba familiar. ¡Y es que el gigante era su padre!
Aquel que años atrás había salido de casa para no volver más. Antes de que la
pastorcilla pudiera reaccionar, el gigante que era su padre se despertó. Al
verla, se echó a llorar, y le relató lo que le había ocurrido.
Cuando se había marchado, hacía ya tantos años, había tenido
la desgracia de perderse[5].
Entonces, muerto de hambre, había encontrado unas bellotas que le habían
convertido en un gigante al comerlas. Pero el rey de aquel reino había lanzado
un poderoso hechizo que hacía a los gigantes agresivos, y que los sometía a su
voluntad. Él mismo apenas podía contenerse para no dañar a su propia hija. La
pastorcilla le dijo a su padre que se dirigía al palacio del rey para deshacer
el hechizo que aquejaba al príncipe de su reino. Como estaba seguro de que no
podría convencerla de que no lo intentara, le dio esta indicación:
-Mira los árboles y ve siempre en la dirección en la que
está el musgo. Y, cuando llegues al camino, usa el sol para guiarte. Ve ahora,
porque no creo que pueda resistir mucho más.
La pastorcilla se despidió entre lágrimas de su padre y
salió corriendo del claro. Siguiendo sus indicaciones, pronto llegó al camino
y, sin más incidentes, a la capital. Allí, encontrar el palacio fue sencillo,
pero cuando llegó a la puerta del mismo se encontró con que estaba vigilada por
dos guardias. Pero la pastorcilla todavía tenía tres de las bellotas doradas
que empequeñecían, así que se comió una y, una vez fue diminuta, se coló por
entre las piernas de los guardias y entró en el palacio.
Sin embargo, como dentro no podía ver el sol, la pastorcilla
se perdió una vez más. Andando y andando, llegó a una parte del castillo que
era mucho más oscura y lóbrega de lo normal. Encontró una puerta abierta y
entró en una habitación, y en ella se encontró al ser más feo que hubiera podido
ver en su vida. La pobre pastorcilla soltó un grito de espanto, que no podía
haber sonado más que el chillido de un ratón. Sin embargo, el espantoso ser la
vio y, cuando la pastorcilla intentó huir, la atrapó. Al hablar, sin embargo,
su voz era melodiosa.
-No tengas miedo, pues no deseo hacerte daño alguno.
Le explicó que en realidad era el príncipe de aquel reino,
que había sido hechizado por su propio padre, convertido en un ser espantoso y
condenado a vivir apartado de todos en aquel ala del palacio. Su padre habían
hecho esto porque estaba en contra de sus planes para conquistar el reino
vecino. Le comentó que el hechizo que había hecho enfermar al otro príncipe no
lo había lanzado su padre, sino la hermana de este, que se había casado con el
rey del otro reino para llevar a cabo sus malvados planes. La pastorcilla se
dio cuenta del error, y quiso volver de inmediato a su reino para avisar de lo
que había averiguado.
El príncipe, aunque confinado, aún podía hacer algo, y le
consiguió a la pastorcilla un barco en el que pudiera viajar de vuelta a su
país. También hizo que le acompañara un hombre de confianza[6].
Emprendieron el viaje, que duraría unos cuantos días.
Durante el viaje se desató una discusión entre la
pastorcilla y el hombre de confianza del príncipe. Este pensaba que debían
acabar con la vida de la bruja para evitar problemas, pero la pastorcilla
opinaba que no debían matarla. Ninguno de los dos cedía, por lo que finalmente
decidieron que era mejor abordar el problema cuando llegase el momento.
Por fin alcanzaron su destino. Como la pastorcilla todavía
no había recuperado su tamaño, pudo colarse en el castillo por el método
habitual, mientras que el sirviente del príncipe, que era un espía, se coló por
medios más adecuados a su trabajo. En concreto, disfrazándose como un miembro
de la servidumbre del castillo tras entrar por una ventana. El espía se
apresuró a encontrar a la pastorcilla, pues sabía de su tendencia a perderse y,
una vez se reunieron, se dirigieron al salón donde el rey, la reina y todos los
cortesanos estaban cenando.
Una vez estuvieron allí, la diminuta pastorcita saltó a la
mesa y se puso delante del rey. Este se asustó al principio, pero no tardó en
reconocerla, al igual que hizo el mago de la corte. La pastorcita se apresuró a
explicarles que la causante de los problemas era la reina. Esta, que se estaba
dando cuenta del peligro que corría, se puso en pie, dispuesta a lanzarle una
horrible maldición. Pero el espía, que había estado atento a todos sus
movimientos, apareció detrás de ella y le clavó una daga, matándola. Por
supuesto, se armó un revuelo enorme, pero pronto quedó claro que la reina había
conspirado contra el país.
Descubrieron, sin embargo, que matar a la reina no había
librado al príncipe de su enfermedad. Pero el mago de la corte ahora sabía lo
que debía hacer para salvarle, y comenzaron a preparar el ritual mágico una vez
devolvieron a la pastorcilla a su tamaño original. Estaban ya a punto de
ponerlo en marcha cuando todo el castillo se sacudió, y un tremendo golpe
derrumbó la pared. Al otro lado se encontraba el padre de la pastorcita,
todavía un gigante. A la muerte de la hechicera, se había activado un conjuro
que obligaba a los gigantes a atacar.
El gigante ya volvía a alzar su garrote para lanzar un segundo
golpe que los aplastaría a todos, cuando el espía se fijó en que había un hacha
colgada en la pared. La cogió y se la dio a la pastorcilla, que la arrojó con
todas sus fuerzas, incluidas las que le daba su amuleto, contra el garrote.
Hubo un tremendo estallido, y cuando pudieron mirar de nuevo, vieron que el
garrote había sido destruido, y el padre de la pastorcilla volvía a tener su
tamaño original. Una vez libres del ataque, pudieron terminar el ritual para
salvar al príncipe.
Todos se alegraron mucho de que todo hubiera salido bien, y
aclamaron a la pastorcilla y le preguntaron qué recompensa quería. La
pastorcilla pidió que le entregaran el hacha con la que había salvado a su
padre, porque así aquello le serviría para recordarlo.[7]
[1] Que no se llamaba Shiki.
[2] Narrativamente hablando,
no debería poner esto aquí, pero fue cuando salió en la partida, así que por
eso lo menciono en este momento.
[3] Provocándole de paso un
infarto a los guardias por ver salir a una mujer que no habían visto entrar.
[4] A partir de aquí,
comenzamos a considerar que la pastorcita se llamaba Ryoga, o al menos
Ryo-chan.
[5] Aquí decidimos que no, que
el que se llamaba Ryoga era el padre.
[6] El jugador en esta parte
intentó colarnos que el hombre era el cocinero real. El resto nos negamos en
rotundo.
[7] Sí, nos hemos dejado dos
problemas gordos en el tintero, pero así es el juego.
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